Testimonios y homenajes de alumnos del Prof. Jorge Eduardo Rivera
Muy querido Maestro:
En este difícil momento de su partida recuerdo hoy una de esas tardes de los viernes en que durante 17 años tuve el enorme privilegio de trabajar con Ud. en la Universidad Católica de Chile. Nos hallábamos trabajando en nuestro libro Comentario a Ser y tiempo, cuando analizando uno de los parágrafos sobre la muerte en el texto de Heidegger, le recordé un texto lindísimo que Ud. escribió como prólogo al libro del teólogo Antonio Bentué: Muerte e inmortalidad.
Como Ud. escribía tanto, ya ni lo recordaba. Se lo leí y Ud. se emocionó muchísimo. Me pidió que lo leyera el día de su funeral.
Es imposible por su extensión leerlo íntegro en estos momentos. Me he permitido, entonces, escoger las palabras que sentía que representaban mejor lo que era para Ud. la muerte:
“Está claro que al morir, se acaba todo lo que conocemos: cuando muera ya no veré a mis hijos, ni estaré con mis amigos, tampoco haré más clases en la universidad, ni comeré, ni dormiré, ni soñaré. ¿Luego ya no habrá nada para mí?
Es justamente eso lo que la filosofía no puede decirme porque no lo sabe. ¿Entonces, he de vivir como si me esperara la nada? Esa es obviamente una alternativa posible por la que puedo jugarme la vida. Pero también, hay otra posibilidad, en la que yo me sitúo. Y es la fe de que seré resucitado el día mismo de mi muerte. Creo, pues, que por la gracia de Dios viviré eternamente su misma vida divina. Y esta fe me hace enfrentar gozosamente la muerte que me espera.
Esto no es teoría, ni sola fe, sino la ‘experiencia’ que hace todo aquel que cree realmente en Jesucristo. Es la experiencia de todos los santos y de todos los que viven su fe cristiana.
Y eso mismo me permite confiar que el día más grande de mi vida será el de mi muerte, cuando gratuitamente y por puro amor misericordioso de Dios me será dada otra vida sin horizonte de muerte, una vida plena, divina y eterna, cuya esperanza es capaz de transformar también esta vida temporal, en misericordia, en gozo y en paz permanente”.
¡Hasta siempre, querido Maestro y amigo!
M. Teresa Stuven
Profesora Instituto Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile
Miembro Asistente de la SIEH
Jorge Eduardo Rivera
En su casa de la avenida Lusitania del barrio de Miraflores de Viña del Mar murió Jorge Eduardo Rivera. Notable filósofo, brioso profesor, brillante traductor de "Ser y tiempo", la obra principal de Martin Heidegger, Rivera alumbró y deslumbró a varias generaciones de estudiantes, en especial de la Católica de Valparaíso. Sus clases y seminarios congregaron durante décadas a alumnos y ex alumnos del viejo y querido profesor que hacía filosofía con el fervor que se dispensa a las obras del arte. Tan lúcido como apasionado, su limpio y enérgico cultivo y enseñanza de la filosofía enseñó también que la oscuridad es solo propiedad de la mala filosofía.
Agustín Squella
Jorge Eduardo Rivera Cruchaga, filósofo
Lo suyo fue el trabajo sereno, recatado, decantado gota a gota. Trabajo, no “investigación”. Parsimonioso, no precipitado. Pensó y escribió filosofía, no “papers”. Cuando era raptado por la pasión del filosofar irradiaba una serena felicidad. Disfrutaba de la “fiesta del pensar”. Su gozo era natural y contagioso, por eso entusiasmaba a sus alumnos. Nos dejó, pero se quedó entre nosotros. Fue lo más distante al “intelectual comprometido con la causa”. Austero y contemplativo. Rara vez escribió en los diarios de circulación masiva. En su vida no dio más de diez entrevistas. La vida “práctica” le era ajena y extraña. No se movía con familiaridad en ella. Y sin embargo, fue un aventurero y nos dejó valiosas enseñanzas que nos ayudan en nuestra vida, en el día a día, en nuestros oficios.
A su modo, a veces con vehemencia, otras con timidez, rompía con su tradición, y se empinaba por montes escarpados. Dedicó toda su vida a reflexionar sobre las cuestiones que acosan vitalmente al ser humano: el espacio, la poesía, el arte, la música, el derecho, la ética, la polis, el ser, la libertad, Dios, la verdad...y los abordó desde la única forma que él podía hacerlo: desde la filosofía. Su amiga, su amada y amante.
Todos los días, leía y releía textos, palabra a palabra, línea a línea. Escribir un texto de una decena de páginas le llevaba años. Cada palabra estaba elegida con criterio de orfebre, atendiendo a su precisión y a su musicalidad. Estudiaba sólo las fuentes. No se perdía en una infinita bibliografía secundaria. Era y fue filósofo, no un industrial del paper, ni un mero erudito. Podía encontrársele en casa de Godo, poeta, o junto con César Ojeda, psiquiatra, o junto a un grupo de jóvenes lectores de Rimbaud. Culto y universal. En el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en un momento memorable de una conferencia suya, el reconocido editor de Trotta, Alejandro Sierra, exclamó: “Desde Ortega y Gasset no había escuchado un discurso tan maravilloso”. Fue parte del maestro Jorge Eduardo Rivera la gestualidad; escenificaba el pathos que animaba a “La fenomenología del espíritu”, “La crítica de la razón pura”, “Temor y temblor”, “Monadología”. Filosofaba con el cuerpo entero.
Lo conocí de verdad peripatético (caminando de Valparaíso a Viña del Mar), mientras en los alrededores las barricadas, más de una vez, obstruyeron nuestros paseos. Era época de decisiones políticas. Él no se salía una línea de su peregrinar. Y yo seguía sus pasos. Lo conocí en su apogeo intelectual, enseñándonos a degustar a Heráclito en griego o a sopesar las acusaciones que pesaban en contra de Sócrates. Nadie, en la repleta sala de clase, habría osado defraudarlo. En él y con él se vivía la filosofía. Cuenta la leyenda que en un frío anochecer de invierno, en Reñaca, un grupo de filósofos asistió a un debate acerca de la Fé entre el maestro (Gandolfo) y el discípulo (Rivera): Rivera defendió con tenacidad que la fe era inquebrantable y el sacerdocio un acto de fe; su maestro le espetaba que para él ambas cuestiones era un esfuerzo personal de trabajo diario. La historia de uno y de otro es conocida.
Nuestro último encuentro profundo y decisivo fue hace 15 años en una ciudad de Transilvania, hoy conocida por otras razones por los chilenos: Brasov, en Rumania. Fue nuestro acercamiento y distanciamiento definitivo. Nuestra amistad creció y engrandeció. Nuestro vínculo se reconfiguraba: comenzaba el desprendimiento del discípulo a partir de las enseñanzas del maestro.
Muchos amigos se afanaron en hacerle partícipe de eventos sociales y académicos. Siempre se resistió. Prefería vivir en la intemperie del pensar discreto. Era un asceta entregado al placer de desconstruir y pulir textos. Consiguió algo a lo que otros, lamentablemente, no aspiran: prolijidad y claridad en el decir. Las lenguas las sentía en su torrente sanguíneo.
Debo a él, mi pasión por la filosofía y el pensar acerca de lo que es y no no-es. Infinitos agradecimientos a su magisterio y dirección intelectual. Recuerdos y emociones atesoro de él y su conducción filosófica. Profesor de verdad, maestro de verdad. Porque supo despertar en mi y en todos quienes asistimos a sus cursos -seguramente, miles- el amor por el pensar y la verdad.
El destino se complace en las simetrías. Hace poco encontré un documento de un barco mercante chileno que atracó en Wilmington, Estados Unidos, en la década del 40 del siglo pasado. Uno de los tripulantes, mi bisabuelo José Roestel, iba como ingeniero. En el mismo listado encontré el nombre de otro ingeniero que también integraba la tripulación: Víctor Rivera, el padre del maestro. Compañeros de travesía. La vida no es un azar. Es una posta al interior de un cosmos. Esto no termina aquí.
Patricio Brickle
Doctor en Filosofia, Universidad Paris VIII.
"La muerte del Prof. Rivera sorprende amargamente a todos quienes tuvimos el honor de ser sus alumnos. En su partida despedimos no sólo a un gran intelectual, al traductor infatigable de Heidegger y al inclaudicable filósofo-músico, sino también a un maravilloso Profesor, a un verdadero mago de la filosofía, que marcó vivamente a tantas generaciones de estudiantes de la PUC y de la PUCV.
Heidegger alguna vez aludió a las temporadas de una vida para dar cuenta de una modulación cada vez más concreta de la apertura del Dasein humano. En esa espiral de concreción, llegó a sostener alguna vez algo tan sorprendente como que la vejez era la más auténtica apertura al pasado. En el filósofo concreto, aquel de carne y hueso, al que rara vez se nombra en el descampado de la obra filosófica, el influjo del tiempo no puede ser contenido y anulado. Los conceptos que este elabora, lejos de haber perdido la movilidad de las frágiles temporadas de la vida y de las bruscas transiciones vitales, retienen el chirrido del tiempo y el rumor ensordecedor de las épocas. El filósofo concreto nunca llega tarde, cuando el movimiento del mundo ha cesado, porque su movilidad es también la de un mundo en ciernes. La realidad a la que el filósofo concreto apunta nunca está plenamente a salvo de envejecer, porque él mismo no está a salvo de hacerlo. Es en atención a esto que quisiera en estas líneas no sólo rememorar la obra del profesor Rivera, que sin duda sabrá sobrevivir al paso de las temporadas y continuará seguramente inspirando el trabajo de otros estudiantes como yo, sino referirme, y de manera muy breve, a uno de esos pasajes en los que el filósofo aparece como una vía en la que la obra se destruye a sí misma, porque ante la vida móvil y dinámica del filósofo tambalean todas las obras.
Nunca olvidaré la impresión que me produjo la estampa de Rivera cuando en uno de sus innumerables seminarios sobre Ser y Tiempo, un alumno le confesó nerviosamente que no había alcanzado a leer un parágrafo completo de la obra de Heidegger. Rivera, que siempre tenía salidas llenas de genuina compasión, le contra-preguntó: “Pero dígame; ¿no alcanzó a leer porque se demoró o no alcanzó porque se apresuró en otras cosas? Si fue por lo primero, está bien, si fue por lo segundo, no". Esas eran las grandes exigencias de Rivera; exigencias en las que se acusaba, sin embargo, un sentido asombrosamente estricto de la seriedad filosófica y que se imponía bajo la forma de un trabajo de implacable paciencia.
Los cursos de Rivera siempre eran abiertos y multitudinarios, y por eso la única exigencia real de admisibilidad que él hacía a sus alumnos era que, viniésemos de donde viniésemos, no podíamos tener un paso mediocre por su cátedra. Pero lo contrario de la mediocridad, en este caso, no era un pulido y furioso instinto de la productividad académica, sino por el contrario, brindarle al texto filosófico el tiempo que merecía.
“¡Yo me tarde años en traducir Ser y Tiempo! ¡Años!”, nos decía, y proferida por él esta dejaba de ser una frase ordinara. Rivera impulsaba a sus alumnos a la demora constante que no abandona, sin embargo, el trabajo serio. No era raro que en alguna lectura a viva voz por parte de un alumno, interrumpiera pidiendo no “ahogar la idea”, y nos invitara a dejarla resonar, a propagarse, a madurar.
Rivera era un mago de la filosofía, un profesor sorprendente que transformaba una pregunta obvia en un nudo de incertidumbre, un profesor que desnudaba nuestras falsas certezas con persistencia geológica, un profesor en cuyas manos el a veces sobrado mutismo histórico del texto filosófico rebosaba en confesiones frágiles y humanas que daban una densidad grandiosa a los autores que él trabajaba. Rivera no sólo se nos aparecía como un profesor parmenídeo y luminoso, una especie de Gandalf de la Selva Negra, sino también como un egregio narrador de historias, un músico curtido que empujaba el a veces seco y drástico lenguaje de la filosofía, a la musicalidad y a un tibio lirismo.
Sepa, Profesor, que sus alumnos, y especialmente aquellos en los que su tutela sigue resonando hoy día, intentaremos seguir de buena gana sus pasos."
Andrés Gatica Gattamelati
Doctorando en Filosofía PUC
Miembro Asistente de la SIEH